Salí del dojo cuando había dejado de llover. La calle estaba húmeda todavía y yo estaba cansada. Me despedí de Sensei Morales en la avenida y tomé el colectivo de regreso a casa. Había sido una práctica dura. No tanto por la exigencia física. Me resulta más fácil soportar los golpes, el dolor, la falta de aire dentro del bogú que hierve en las noches de verano y que parece pesar una tonelada sobre mi cuerpo de 42 kilos. Lo que es realmente difícil para mí es sobrellevar la frustración, la falta de concentración, el darme cuenta que no puedo. Eso es lo que me dije en voz baja y lo que terminé diciendo en voz alta para darle a Sensei alguna explicación. El "No puedo" me sonó como una horrible sentencia. Sin embargo, Sensei pareció que sonreía apenas. Es que yo sabía que no me estaba pidiendo demasiado. El ejercicio consistía en contar hasta 60 mientras hacíamos unos ejercicios de golpes con el shinai. Parecía sencillo pero mi mente estaba en blanco. Tan blanco como un desierto de arena blanca donde nevó blanco en un invierno absolutamente denso y blanco. "... ichi, ni, san, Shomen Uchi, Koté, go, roku... Do... Shomen Uchi..." Y vuelta a empezar. Y vuelta a equivocarme. Por un momento pensé que lo mejor era salir corriendo del dojo. "... ichi, ni, san, shi..." Recordé vagamente que el número cuatro (shi) significa también Muerte. Sí, creo que tuve la fantasía instantánea de convertirme en un piloto kamikaze y estrellarme ahí mismo en medio del dojo con un hermoso avión de color... blanco.
A medida que la clase iba avanzando y con ella mi desasosiego, tuve conciencia de cómo el termómetro de mi mente iba subiendo. Pude observar, escuchar mis pensamientos uno a uno, amontonándose en mi cabeza, cayendo como de un tobogán empinado. Humillación, autocompasión, descontrol. Era nada menos que mi Ego herido de muerte. Delante mío estaba parado el más horroroso samurai de la historia dispuesto a cortarme en pedacitos. Tragué saliva, miré las uñas de mis pies pintadas de negro. Se me había saltado el esmalte de mi dedo pulgar. Cuando levanté la vista, el samurai ya no estaba y vi mi reflejo en el espejo del dojo.
Cuando llegó el final de la práctica, Sensei nos miró a todos (y a mí en particular) y dijo una frase en japonés. La frase era: Masakatsu Agatsu ("La
verdadera victoria es la victoria sobre uno mismo"). Porque no hay samurais esperando asesinarnos en un rincón del dojo, no hay enemigos afuera sino adentro, en nuestra cabeza, en la mente.
El miedo y el ego tienen una katana muy filosa.
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